Para ponernos a tiro…
Se nos regala un tiempo tranquilo para rezar, que es un lujo. Puede costarnos «entrar». Uno, de golpe, tiene que hacer un corte y necesitamos tiempo suficiente para serenarnos por dentro.
Dios nos trabaja en el silencio. El trabajo grande lo hace él. La parte que nos toca a nosotros es quitar obstáculos, ponernos a tiro, «barrer la puerta» para que pueda entrar. Por eso, aprovechemos todo el tiempo que podamos: los ratos largos de oración, pero también los tiempos muertos, los ratos en que parece que «no pasa nada», los paseos, las comidas. Dios nos puede sorprender cuando menos lo esperamos.
Cada uno de nosotros afrontará el retiro con un estado de ánimo distinto. Es una buena oportunidad para sentirnos libres en las manos de Dios. Pero a todos, seguro, tiene el Señor algo que decirnos en la situación en que nos encontremos.
Algunas dificultades
Porque él habla; de eso estamos convencidos. Sin embargo, podemos traer a cuestas algunas dificultades para «sintonizar» con Dios:
– quizás nuestro mal número uno: la dispersión. Vivimos «centrifugados», en mucho sitios a la vez. De una parroquia a otra, de una reunión a otra, de la reunión a las clases…
– la prisa y la superficialidad: como andamos dispersos, vamos generalmente siempre corriendo. Y por eso grabamos poco, registramos poco las experiencias que vivimos. Tenemos sensaciones, impresiones, bombardeados a toda velocidad, pero la realidad nos cala poco.
– Inconscientemente podemos hacer de la oración «una reunión de trabajo» de la que sacar conclusiones (para preparar la homilía, para revisarme). Estos días solo nacen de la pura gratuidad, del puro gusto de «estar con él», aunque al final no sacase nada nuevo en claro.
Se trata de estar con aquel que sabemos que nos quiere; de mirarlo para que nos enseñe, para parecernos a él, para que nos dé forma según su molde; se trata de dejarnos mirar por él para que nos dé unos ojos que miren el mundo como los suyos.
Para situarnos
Esta noche podemos ponernos tranquilamente delante del Señor. Llegamos a los ejercicios casi siempre bastante cansados y, a la vez, con la conciencia de que no hemos venido principalmente a descansar.
– No nos vendrá mal escuchar lo de Jesús a los discípulos: «Venid aparte a un lugar solitario y descansad un rato» (Mc 6, 31).
– Puede servirnos el texto de Mc 1, 35: «de madrugada, muy oscuro todavía, se levantó. Salió y se fue a un lugar solitario y allí estuvo orando» o cualquiera de los que presentan a Jesús orando solo. Jesús sale y posiblemente contempla a oscuras la ciudad. Contempla su actitud, cómo pone ante el padre los nombres, los rostros de los enfermos del día, de los pecadores perdonados, de los fariseos inoportunos, de tanta gente sencilla agradecida… Puedes unirte a él en el contenido de su oración: «Padre…»
– Quizás pueda ayudarnos una mirada agradecida a lo que he vivido en el último año, o en el último periodo que me resulte importante. Repasar los acontecimientos, las personas «que traigo en el equipaje», los sentimientos con los que he vivido… y ponérselos por delante al Señor, sin censuras, sin disimularlos, tal cual los llevo dentro, pero intentando descubrir siempre su paso por mi historia. Podemos dedicar a esa mirada un primer rato de oración.
No se trata de mera introspección, sino de redescubrir cómo mi historia ha sido acompañada, como la hemos vivido entre dos. Nuestra historia siempre se vive en plural… Pretendemos vivir estos días en compañía, acompañados por Jesús, cultivando esa sintonía de corazones que es la amistad.
Lo único que cuenta es «ser puestos con él». En la vida y en la muerte, solo nos salva comer el mismo pan de Cristo, es decir, ser simple y literalmente «compañeros» (cum-panis, «los que comen el mismo pan») […]. Con los años, la vida del Maestro y la del discípulo auténtico se entretejen de modo cada vez más estrecho, hasta el punto de no distinguirse dónde acaba el propio yo y dónde comienza el suyo. Tanto que, como cantaba Felipe Neri, «yo en vos y vos en mí nos vamos cambiando». La vida eterna es más una cuestión de «compañía» que de méritos (G. Forlai).
– O puede ser bueno, tranquilamente, mirar adelante y preguntarnos delante del Señor: ¿qué espero de los ejercicios? ¿Qué le pido al Señor estos días? ¿Qué me hace falta? Al Señor nadie le gana en generosidad. Lo nuestro es extender la mano como niños y pedir…
PDF: Esquema 0. para ponernos a tiro
Avivando el deseo…
Seguimos tratando de «entrar» en los ejercicios, dar el paso de «ponernos a tiro», querer adentrarnos en los caminos que Dios nos tiene preparados para estos días.
Se trata, sobre todo, de ir avivando el deseo, el deseo de Dios, el deseo de más. De vivir estos días con miras altas, como dice san Ignacio, «con ánimo y liberalidad», sin estrecheces, con ganas. Hace falta un acto de incondicionalidad. Sin esa actitud de ofrecerse del todo a Dios, los ejercicios no salen. Y hay que apostar alto.
Ir a lo esencial
Los curas a veces llevamos un ritmo que no es sano. Andamos tan dispersos, siempre tan corriendo. Nos pasa como a Jesús, que eran tantos los que iban y venían, que no tenían tiempo ni para comer (menos mal que nos parecemos a él en algo…). Nos hace falta entender qué significa ir a lo esencial, qué es lo fundamental, para no preocuparnos en vano por cosas que no lo merecen. De lo contrario nos viene el agobio. Con frecuencia nos quejamos del agobio que nos viene por tantas cosas que hacer. Y casi siempre es real la sobrecarga. Pero debe de haber algo más: también a Jesús se le ve siempre con gente que lo reclama, pero no se le percibe agobiado, controla el tiempo, tiene un momento para cada uno… San Pablo nos recordaba en ese precioso texto de Filipenses: «No os agobiéis por nada».
Podemos volver a la escena de Jesús con Marta y María (Lc 10, 38-42), un texto que nos interpela siempre: Jesús no enfrenta acción a contemplación, sino dispersión a unidad de vida. Una vida desordenada que nos tiene siempre nerviosos, exigentes, midiéndonos con nuestro propio metro y con el de los demás, como Marta con su hermana.
Jesús le recuerda que solo una cosa es necesaria, solo Alguien es necesario. La fuente del orden, de la unidad de la propia vida, no residirá en organizar mejor nuestras tareas, ni siquiera en dedicar más tiempo a la oración, aunque las dos cosas sean fundamentales. La fuente del orden es Jesús. Jesús en el centro de la vida. Jesús como un imán que, al acercarnos a él, va colocando con naturalidad cada cosa, cada actividad, cada afecto en su sitio. Y nos va modelando como él.
«Lo importante es ser una criatura nueva» (Gál 6,15)
En la carta a los Gálatas, Pablo viene discutiendo largamente sobre si hay que mantener normas del antiguo judaísmo. Como conclusión, cansado del asunto, zanja la cuestión y aparece esta frase como un trueno: «Nada importa estar o no circuncidado; lo que cuenta es ser una criatura nueva […]. En adelante, que nadie me moleste, que yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús».
Ser una criatura nueva. ¡Pues más difícil…! Si ya cuesta trabajo «convertirse un poco», parece que Pablo pone el listón bien alto. Y repite la idea en otras ocasiones: «el que es de Cristo es una criatura nueva. Lo viejo ya pasó» (2 Cor 5, 7).
Convertirnos no consiste en «ser algo mejores», corregir nuestros defectos; la conversión no es un esfuerzo moral, algo que tenemos que hacer nosotros. Como decíamos de la oración, la conversión es, sobre todo, algo que hace Dios en nosotros, algo que le toca hacer a él, que para eso es Dios. A Nicodemo le costó entenderlo cuando Jesús le dijo que tenía que «nacer de nuevo» (cf Jn 3, 1-12), pensando de nuevo que era algo que tenía que hacer él: ¿qué hago, me meto de nuevo en el vientre de mi madre? Visto así, nacer de nuevo es imposible. Pero es que nadie «nace» por esfuerzo suyo, por propia voluntad, «nos nacen» —repetía el bueno de don Antonio Dorado—, la vida nos la dan. También la vida nueva. Es ese «nacer del Espíritu» del que habla Jesús al viejo maestro de la ley. Él es el protagonista.
«Llevo las marcas de Jesús» (Gál 6, 17)
Ese «cambio de perspectiva» es lo que nos cuesta más. Pero es el más importante. Todo esfuerzo que no esté animado por el Espíritu del Señor es vano.
Pablo ha hecho suya la vida de Jesús. O, mejor, Jesús ha invadido la vida de Pablo: «para mí la vida es Cristo» (Fil 1,21), «no soy yo: es Cristo quien vive en mí» (Gál 2,20), «llevo en mi carne las marcas de Jesús», «todo lo que hagáis o digáis, hacedlo en nombre del Señor Jesús» (Col 3, 17), «tened los mismos sentimientos que Cristo Jesús» (Flp 2, 5). Jesús, Jesús. En esta época de la imagen, en que todo se valora por su marca ─la ropa, el coche, el móvil…─ también nosotros pedimos estar sellados por las marcas de Jesús.
Jesús también refleja en su cuerpo su estilo de vida, su anuncio y su persona: no tiene dónde reclinar la cabeza, camina de un lado a otro, no tiene tiempo para comer, llora, toca a los enfermos… y finalmente su cuerpo queda hecho un guiñapo colgado de un madero. Las marcas son otras: Jesús muestra a sus amigos las marcas de la cruz después de la resurrección.
De la misma manera, en el seguimiento al discípulo se le van grabando en el rostro, en las manos, en los pies, en la espalda, en todo el cuerpo, las marcas de Jesús.
Para nosotros, sacerdotes, es la configuración con Cristo que se nos concede por el sacramento del orden, pero que tenemos que renovar cada día para parecernos a Jesús: «en virtud de su consagración, los presbíteros están configurados con Jesús, Buen Pastor, y llamados a imitar y revivir su misma caridad pastoral» (PDV 22).
PDF: Esquema 1. avivando el deseo
Sobre el pecado y la bondad infinita de Dios
Dios —venimos repitiendo— quiere hacer de nosotros «personas nuevas», libres, pero nosotros, como el antiguo Israel, a veces andamos amarrados a nuestros pequeños «quereres» (cf. Núm 11, 4b-6). El derroche de Dios, la invasión de su misericordia, se encuentra con el miedo, el nerviosismo, la estrechez de los horizontes del pueblo elegido. ¿Los ajos y las cebollas? ¡Pero si Dios os ha dado la libertad…!
El papa Francisco sorprendió a propios y extraños al definirse, desde el comienzo de su pontificado, como «un pecador». Sorprendió por la naturalidad y la sinceridad con que convertía su conciencia de pecador en uno de sus rasgos fundamentales. En nuestro caso, sin embargo, hablar del pecado no suele provocar esa identificación espontánea, sino cierto cansancio, porque nuestros errores, nuestras caídas, siempre son parecidas, porque también nosotros «nos confesamos siempre de lo mismo».
El pecado no ocupa el centro de nuestra vida espiritual, sino la bondad infinita, desbordante, asombrosa de Dios. Que siempre es nueva. Se trata de sentir en las entretelas el amor excesivo del Padre, su oferta generosa a la felicidad, sus ganas de que vivamos en plenitud, porque solo así nace la conciencia de sentirnos lejos, pequeños y pecadores. Porque entonces uno siente lo poco que corresponde a quien tanto lo quiere. Solo esa experiencia hace de nosotros criaturas nuevas.
«Apártate de mí, Señor…» (Lc 5, 1-11)
Ser pecador no tiene nada que ver con la mala conciencia ante una falta. Reconocer nuestro pecado no es un «ejercicio de piedad»; es una cuestión de ser o no ser. Ser pecador es lo que no es Jesús, lo que Jesús despierta en nosotros cuando estamos junto a él, la conciencia de la distancia abismal que nos separa. Cuando Pedro se encuentra con la grandeza de Dios en Jesús, le pide «apártate de mí», no porque haya hecho examen de conciencia, sino porque descubre su pequeñez. El auténtico encuentro con Dios coincide con el descubrimiento de la distancia infinita que lo separa del Señor.
Que seamos pecadores no es un problema para Jesús, es más, es algo que a él lo acerca a nosotros. Por eso sentirnos pecadores es algo que se pide, como un regalo, porque como pecadores somos buscados, como Pedro, como la oveja perdida. La conciencia de pecado, separada de esta mirada de Jesús, nos agobia. Pero la experiencia de ser pecadores produce lo contrario: no dejas de experimentar el mal con hondura y lucidez, pero te sientes llamado a más; que ser pecadores es nuestra condición, no nuestra vocación, que es la santidad, el volvernos hacia Dios. Sintiéndome pecador se abre una brecha que permite que entre la misericordia de Dios.
Trigo y cizaña
Sin embargo, con un poco de sano realismo, nos damos cuenta de que habrá luchas que nos acompañarán «hasta media hora después de muertos». Podemos asomarnos por un momento a la parábola del trigo y la cizaña (Mt 13, 24-30).
Quizás esté yo equivocado, pero Jesús rechaza que seamos rígidos con el propio mal. No hay que arrancar la cizaña, en primer lugar, porque solo se reconoce al final: al principio no se distingue; cuando brota es igual al grano; se distingue con el tiempo. En segundo lugar porque el campo no es tuyo. Y el dueño del campo sabe esperar. Los que lo cuidan deben acostumbrarse a ver crecer juntos, hasta el final, trigo y cizaña, porque su dueño no quiere perder lo que podría perderse de bueno al arrancar la mala hierba. Valora tanto el grano de trigo que pudiera fructificar todavía, en contacto con la cizaña, que no le cuesta soportar la imagen de un campo manchado, que para los criados es inaguantable.
En cada uno de nosotros, la línea divisoria entre el trigo y la cizaña pasa por dentro. El cura tiene otra perspectiva del pecado, porque toca la raíz de la gracia, al ver cómo la gente se acerca a la fuente de la salvación y le cambia la vida. Pero tenemos también una perspectiva honda de la tragedia del corazón humano roto. Somos trigo y cizaña a la vez y nadie nos ha prometido nunca que esta última pueda desaparecer definitivamente de nosotros.
«Muy a gusto presumo de mis debilidades…» (2 Cor 12, 7-10)
Pablo vuelve a compartir su experiencia. Él mismo cuenta el trabajo que le costaba superar algún defecto, una debilidad. No sabemos cuál era, pero le hacía sufrir.
Es texto que nos desconcierta. Pero es genial. «Muy a gusto presumo de mis debilidades…» Incluso cuando lo conocemos, nos cuesta tomárnoslo en serio. Entendemos eso de no presumir de nuestras virtudes, de no tomarnos demasiado en serio a nosotros mismos, pero de ahí a «presumir muy a gusto de nuestras debilidades», a quererlas… hay un trecho.
La gracia de Dios no suele trabajar sobre nuestros méritos o nuestras virtudes, sino sobre nuestra debilidad. Conocemos bien nuestra debilidad, pero normalmente no sabemos «qué hacer con ella», cómo «gestionarla» porque hiere inconscientemente esa imagen ideal que tenemos de nosotros. Sin embargo, esa permanente «brecha abierta» de nuestra debilidad es la grieta por la que la gracia de Dios puede actuar. Haremos lo posible por taparla y convencernos a nosotros mismos de que ya nos apañamos, que achicamos el agua… hasta que una nueva brecha vuelva a abrir una vía al agua y, cuando nos parezca que volvemos a hundirnos, una nueva posibilidad a la gracia de Dios (A. Louf). «Primero la caída, y después la recuperación de la caída, las dos son gracia de Dios» (Juliana de Norwich).
Sin el descubrimiento de la propia debilidad uno vive como un pagano porque no sentirá la exigencia de ser salvado. Recibir el perdón reiterado de Dios, en lugar de desanimarnos, hace crecer en nosotros la sabiduría creyente. Es la naturalidad con que afirma el Cura de Ars: «El buen Dios lo sabe todo. Antes de que os confeséis, ya sabe que pecaréis todavía y sin embargo os perdona. ¡Qué grande es el amor de nuestro Dios que lo impulsa a olvidar voluntariamente el futuro, con tal de perdonarnos!».
PDF: esquema 2. pecado
«Llamó a los que quiso»
San Ignacio repite al ejercitante que pida «conocimiento interno de Jesús» antes de cada momento de oración. Conocer a Jesús por dentro y conocerlo yo por dentro.
Llamados (Mc 1, 16-19)
«Venid conmigo». Es la invitación de Jesús a aquellos pescadores. El «conmigo» se convierte en la razón de ser de nuestra vida. Somos llamados a estar con él, a ser sus compañeros. Quedamos asociados a su manera de ser, de hablar, de actuar; a participar con él de una tarea común. Jesús es desde entonces la médula de lo que somos. Lo demás, nuestra tarea, nuestras relaciones, nuestros afectos, nuestro dinero… vale en cuanto está modelado, orientado a él. Nuestro yo profundo está tomado por Jesús. El encuentro con él nos alcanza en el corazón mismo de nuestra autonomía y de nuestra consistencia personal. Esa –y solo esa– es la razón de nuestro entusiasmo. Somos seguidores, que hemos dado con sencillez una respuesta permanente, pero que renovamos cada mañana.
Jesús toma en sus manos nuestro futuro. Nuestro futuro ya no es nuestro. Él se encargará de hacernos pescadores de hombres. Solo desde esta actitud de entrega total garantizamos la coherencia de nuestra vida. Un yo entregado por completo, radicalmente. Porque si lo parcelamos, si dejamos rincones en que no haya entrado la llamada, se abre la puerta a la tentación del compromiso, del arreglo, de la componenda.
Diez, veinte, cincuenta años después de haber sido ordenados, seguimos descansando en aquella llamada de Jesús, en aquel «venid y lo veréis», en el «venid conmigo». Recordar la llamada y abandonarnos al Señor que la sigue renovando cada día supone un alivio en medio del ajetreo, de las preocupaciones diarias y de nuestras propias caídas. Es un tesoro que nos toca conservar.
Amigos (Mc 3, 13-19)
Marcos cuenta que Jesús «llamó a los que quiso… para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar con poder de expulsar demonios». Dice el cardenal Martini que la traducción más correcta es Jesús «llamó a los que quería»; no tanto «a los que quiso» en el sentido de «a los que le pareció bien», sino según la idea hebrea de «a los que llevaba en el corazón». Y es él quien elige, no por ninguna cualidad del llamado, sino por puro movimiento de su corazón. Y ahí, en aquella lista que estaba en el corazón de Jesús, caben nuestros nombres.
«Para que estuvieran con él». Este es el centro de la elección, de la voluntad de Jesús. Sobre este estar con Jesús gira todo la escena. Estar con Jesús es, ante todo, una cercanía física que hará que se reconozca a los apóstoles como tales. Pero va más allá: se trata de identificación con su persona, de comunión de vida con él.
La experiencia de la amistad con el Señor es una de las grandes claves de la espiritualidad. Y es esencial para el presbítero. PDV habla de la «íntima comunión de los futuros presbíteros con Jesús como una forma de amistad. No es esta una pretensión absurda del hombre» (PDV 46d; cf. OT 8). Juan Pablo II define de la relación de Jesús con el presbítero, de forma arriesgada, como una «comunión de vida y amor» (PDV 72), ¡casi con los términos que usa el Concilio para referirse a la relación esponsal!
Podemos podemos volver a la figura de Juan el Bautista (cf. Jn 3, 29-30), que se entiende a sí mismo como el amigo del Esposo, se alegra precisamente de ser un personaje secundario por ser quien es el primero: el protagonista de la fiesta, el Esposo, es otro, la esposa no le pertenece a él. Su tarea es prepararlo todo para que disfrute su Amigo. Y su gozo, escuchar la voz del Esposo. Juan es quien, entre los ruidos de la multitud, sabe identificar el tono inconfundible de la voz del Amigo. Desde el vientre de su madre había saltado de alegría al sentir que Jesús se acercaba. Es como una versión masculina del Cantar de los Cantares —entendedme, fuertemente viril, como lo es Juan—: la voz de mi Amado. La voz de mi Amigo. Ese es.
No es una imagen infantil ni piadosa; se trata de una amistad real, no solo imaginada, con Jesús en la actualidad: la experiencia personal de Cristo resucitado que acompaña, que convierte nuestra vida en una vida en común con él. Como en aquellos diálogos de Jesús con don Camilo…
Para trabajar con él
«Los llamó para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, con poder de expulsar demonios». Para que hicieran lo mismo que él, en su nombre. Junto a la persona, indisolublemente unido, el proyecto. Estar con él significa que con él nos conmueva el desvalimiento de la muchedumbre.
La llamada, la vocación, nos ha convertido radicalmente en colaboradores de Jesús. Co-laboradores: trabajamos con él, pero la misión es suya. Él es –aunque nos cuesta convencernos– quien cambia los corazones. Nos quiere con él, pero no sustituyéndolo a él. La pesada carga de la responsabilidad recae entonces, en primer lugar, sobre Dios; no sobre nosotros. Y esto es nos libera, tanto en los fracasos, cuando llega la enfermedad, la incapacidad, el rechazo, como en los éxitos pastorales.
Y somos llamados con otros: nuestro ministerio es solidario. Nadie es presbítero en solitario, somos co-presbíteros. Con algunos compartiremos una amistad entrañable; con otros, posiblemente, no nos entendamos tan bien. Pero no nos unen solo nuestras simpatías ni nuestros puntos de vista comunes. Nos une el mismo Señor que nos ha dicho a todos las mismas palabras: «Ven conmigo».
Como Jesús (Mc 6, 30-34)
A Jesús se le acerca toda la gente rota: enfermos, lunáticos, pecadores. No son la «gente guapa», con la que se charla con tranquilidad, sino la gente que llama constantemente a nuestra puerta cuando no se la espera. Para todos tiene un gesto y una palabra de esperanza: a Jesús se le conmueven la entrañas ante alguien que sufre.
PDV animaba a vivir «en un clima de constante disponibilidad a dejarse absorber, y casi “devorar”, por las necesidades y exigencias de la grey». Vivir así no es para cómodos…
PDF: Esquema 3. Llamó a los que quiso
«Jesús lo miró con cariño»
«Busca méritos, busca justicia, busca motivos; y a ver si encuentras algo que no sea gracia» (san Agustín). Solo en esa clave —la primacía de la gracia— se entienden celibato, pobreza y obediencia.
El encuentro de Jesús con el joven rico (Mc 10, 17-22), como otros textos que nos son familiares, puede sonarnos a «sabido». Sería una pena que no nos sorprendiera.
El hombre se fue triste; se perdió lo mejor. Quizá no se dio cuenta de la mirada de cariño de Jesús, que valía mucho más que todas sus riquezas. No hay nada parecido a encontrarnos un día con los ojos del Maestro y escuchar de labios del Señor: «cuento contigo, ¿te vienes?» Sin duda hay un momento en que los ojos de Jesús son el tesoro por el que uno vende con alegría lo que tiene; la mirada de Jesús vale más que todas las riquezas; más, sin duda, que nuestros propios planes, que de pronto se han quedado viejos, porque el Señor tenía otros distintos. En ese «conmigo» que Jesús repite está el sentido de lo que somos, de nuestra vocación. Con Jesús.
Hoy Jesús nos recuerda que solo el dejarlo todo asegura la fidelidad. Todo, del todo y siempre… Solo así seremos libres para seguir al Señor. El Señor nos quiere enteros, porque él lo da todo. Busca obreros para su viña dispuestos a dejarse las manos en la faena, porque él se las deja. Quedarnos a medias, vivir a medio gas, no merece la pena.
«Lo hemos dejado todo…». Celibato, pobreza, obediencia
El «dejarlo todo» —familia, bienes, pareja, futuro, planes— nace de la relación afectiva con Jesús. Y solo a partir de esa relación afectiva, de la pasión por Jesús, se entiende y se sostiene nuestro celibato, la pobreza, la obediencia, el dejarlo todo. Somos pobres, obedientes y célibes porque Jesús lo fue. Y queremos ser como él. Lo recuerdan aquellas palabras de Carlos de Foucauld: «Dios mío, no sé si es posible a ciertas almas, al verte pobre, seguir siendo ricas voluntariamente…; en todo caso yo no puedo concebir el amor sin una necesidad, una necesidad imperiosa de conformidad, de semejanza».
Si el «conmigo», el «con Jesús» y el «como Jesús» son el centro de nuestra vocación, el celibato y los demás nacen de esa pasión por Cristo. Es el deseo de amarlo a él porque sí, por sí mismo. Quien sigue a Jesús –quien se siente arrebatado por él– vive con el deseo de ser como él. De llevar sus marcas.
El Señor no idealiza las cosas: el seguimiento tiene sus exigencias y Jesús las deja claras. En cada momento, en cada edad, se viven de una manera. La dificultad del celibato no viene solo –que también– de la abstinencia sexual, que cada uno vivirá de modo distinto, quizás según su propio temperamento. Creo honradamente que hay cosas que cuestan más: cuesta más asumir que no habrá nadie a quien puedas decir «tú eres mío», que no le podrás poner el adjetivo posesivo a nadie. Que no podrás aspirar a ocupar en el corazón de nadie un lugar que no te pertenece.
El mismo Jesús garantiza a cambio «casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras» y qué verdad es. Uno va entrando en tantas historias por las que da gracias cada día, como Jesús repasaría los rostros de tanta gente en las noches de oración con el Padre. Tanta gente que ríe o llora contigo, con la que rezas, a la que quizás consigues asomar al rostro del Señor… Compartes con ellos un trecho del camino… para luego seguir caminando. No nos pertenecen, no podemos «hacerlos nuestros»…
Con la pobreza y la obediencia pasa otro tanto. Don Antonio Dorado nos decía a los curas en una ocasión: «El ser propio del sacerdote consiste en no pertenecerse, en la renuncia a ser nosotros el centro de nuestra vida… Quien acepta la misión ya no se pertenece, renuncia a sus derechos; los derechos están ya de parte de la gente. Nuestro oficio es servir». La vida no nos pertenece, ni la persona, ni la salud, ni la carrera. Les pertenece a ellos, al Señor y a la gente. La gran pobreza (y la gran alegría de la pobreza) es abandonar los propios planes en manos de Dios. El papa Benedicto decía lo mismo: «El sacerdocio es un traspaso de propiedad». Es eso que repetimos con frecuencia de que la vida del cura es una vida «expropiada». Precioso. Pero también duro. Porque, oiga, ¿a usted le han expropiado alguna vez algo?
Insistía el papa Benedicto: «Nadie elige el contexto ni a los destinatarios de su misión». Ni el lugar donde vamos a estar, ni la gente con la que nos vamos a encontrar están en nuestras manos; están en manos de Dios, que sabe ya dónde nos quiere llevar y que nos espera donde haya una criatura. Nuestro problema, claro, no está en la voluntad de Dios, que aceptamos con la boca llena, sino en que esa voluntad con frecuencia nos llega a través de acontecimientos y de personas, de intermediarios. Y los criterios nos pueden parecer discutibles. Habrá mil casos en que nuestra voluntad choque con lo que nos gusta, nos apetece o nos parece justo. Pero cuando uno se entrega ⎯y todos tenemos experiencia de ello⎯, cuando nos dejamos llevar, todo se vuelve más fácil.
Hay que hacer la guerra más dura, que es la guerra contra uno mismo. Hay que llegar a desarmarse. Yo he hecho esta guerra durante muchos años. Ha sido terrible. Pero ahora estoy desarmado. Ya no tengo miedo a nada, ya que el Amor destruye el miedo. Estoy desarmado de la voluntad de tener razón, de justificarme descalificando a los demás. No estoy en guardia, celosamente crispado sobre mis riquezas. Acojo y comparto. No me aferro a mis ideas ni a mis proyectos. Si me presentan otros mejores, o ni siquiera mejores sino buenos, los acepto sin pesar. He renunciado a hacer comparaciones. Lo que es bueno, verdadero, real, para mí siempre es lo mejor. Por eso ya no tengo miedo. Cuando ya no se tiene nada, ya no se tiene miedo. Si nos desarmamos, si nos desposeemos, si nos abrimos al hombre-Dios que hace nuevas todas las cosas, Él, entonces, borra el pasado malo y nos da un tiempo nuevo en el que todo es posible. ¡Es la paz! (Atenágoras I).
Mirar con los ojos de Jesús
Para la fe, Cristo no es solo aquel en quien creemos, la manifestación máxima del amor de Dios, sino también aquel con quien nos unimos para poder creer. La fe no solo mira a Jesús, sino que mira desde el punto de vista de Jesús, con sus ojos: es una participación en su modo de ver (Lumen fidei 18).
La fe significa no solo mirar a Jesús, sino mirar también con los ojos de Jesús. El como Jesús supone entrar en su manera de ver la vida, los acontecimientos. Un texto ilustra bien ese «modo de mirar» de Jesús: «Yo te alabo, Padre, Señor de cielo y tierra…» (Mt 11, 25; Lc 10, 21-22). Jesús ve más allá. Más allá de lo que se ve a primera vista, más allá del dato material y del juicio moral fácil. Esto no significa que la realidad no sea dura, difícil, ni nos obliga a ser ingenuos. Simplemente nos recuerda que la realidad no es opaca, que no se acaba en lo que vemos, sino que existe otra mirada que puede atravesar los acontecimientos, la misión, nuestra propia vida, y elaborar otra lectura de ellos, tal como Dios los ve.
Dos perspectivas imprescindibles: la alegría y la humildad
En el capítulo IV de la exhortación Gaudete et exsultate, el papa Francisco ofrece algunas actitudes que reflejan una vida santa y que considera «de particular importancia» ante la situación de nuestro mundo contemporáneo. Las considera «grandes manifestaciones de amor a Dios y al prójimo» (GE 111).
Dichosos vosotros…
La alegría no es un imperativo —las bienaventuranzas no son un mandamiento más— porque el gozo no se puede imponer, sino un anticipo de la alegría eterna que se encuentra cuando uno se aventura por los caminos del evangelio, cuando se anima a ser pobre, limpio de corazón, misericordioso; cuando trabaja por la paz o sufre por ser justo. Cuando se olvida de sí mismo y va respondiendo al don, a la invitación de Jesús y se va pareciendo, aunque sea un poco, a él, intuye lo que será el gozo del encuentro definitivo.
El gozo de servir
Ofrecer esperanza, animar a la gente, contagiar alegría, la alegría del Señor, es el mejor servicio que podemos ofrecer a nuestro mundo. La alegría nos hace útiles. Y es evangelio puro. No hay nada más social que la alegría. El cura, en expresión de san Pablo, es «servidor de la alegría» de la gente. Y es un servicio sencillo, cotidiano, que está al alcance de todos: a todos, pero quizás especialmente al cura, se le dan mil oportunidades diarias de escuchar, de acompañar, de ofrecer una palabra o desahogar una pena.
El gozo de Jesús no es ingenuo. No aparece solo en situaciones «amables», sino también en momentos complicados, porque «el Padre trabaja siempre». Hay un momento crucial —y tremendamente serio— que Jesús también contempla con la música de fondo de la alegría: la Última Cena. El lavatorio termina con una bienaventuranza que con frecuencia nos pasa inadvertida. Después de agacharse a lavarles los pies, de recordarles una vez más que el mayor es el que sirve, Jesús les dice: «si sabéis esto y lo ponéis en práctica, seréis dichosos» (Jn 13, 17). Desde que Jesús se inclina a lavar los pies de sus amigos, nuestro oficio es servir, decíamos; pero también nuestra dicha es servir.
El relato de la Última Cena en Juan está lleno de pinceladas, de alusiones a la alegría. Aunque es el momento de las despedidas, Jesús les habla de un horizonte más alto, les garantiza que habrá un gozo definitivo, el que él lleva dentro: «Volveremos a vernos y se alegrará vuestro corazón y ya nadie os quitará vuestra alegría». ¡Nadie os quitará vuestra alegría! Una alegría que nadie nos podría arrebatar, ni a ellos y a nosotros. Su propio gozo, completo. Pero, ay, parece que nosotros nos conformamos con menos y nuestra alegría es a veces tan pequeñita que nos la roba cualquier inconveniente: un resfriado, un arañazo en el coche, alguien que no nos ha saludado por la calle, un plan que se nos estropea… ya nos amarga el día. O pensamos que depende de nuestro temperamento: hay gente con más salero y otros a los que nunca nos sale un chiste derecho. ¡No, es una promesa de Jesús, su alegría! Y la cumplirá con su resurrección, cuando hasta nuestra propia muerte ha sido vencida.
El santo sentido del humor
Digo que me parece muy certera la idea de que la alegría «es una gran manifestación de amor a Dios y al prójimo». Pero el Papa afina y concreta un poco más: no solo la alegría —que al fin y al cabo es un fruto del Espíritu Santo y tiene su caché en la vida espiritual— sino ese hermano pequeño que es el sentido del humor es para Francisco una «manifestación de amor a Dios y al prójimo». Podríamos llamarlo ya el santo sentido del humor. Queda claro: «El mal humor no es signo de santidad» (GE 126). No se trata de la alegría consumista, sino de un gozo que supone detalles tan concretos como ser positivos, agradecidos y no demasiado complicados, con un espíritu flexible, no concentrado en las propias necesidades.
La alegría se convierte en un criterio de discernimiento, en indicación de que vamos por el buen camino en las encrucijadas de nuestra vida:
Una de las reglas fundamentales para el discernimiento de espíritus podría ser la siguiente: donde falta la alegría, donde muere el sentido del humor, no está el Espíritu anto, el Espíritu de Jesucristo. Y al revés: la alegría es un signo de la gracia. Quien está profundamente sereno, quien ha sufrido sin por ello perder la alegría, ese no está lejos del Dios del Evangelio, del Espíritu de Dios, que es el Espíritu de la alegría eterna (Joseph Ratzinger).
La humildad
Resulta mucho más «actual» hablar de la alegría como expresión de la santidad que de esta otra actitud que Francisco no rehúye y que ha atravesado la historia de la espiritualidad cristiana desde sus fuentes en el Antiguo Testamento: la humildad.
Si la santidad —la vida cristiana— es, ante todo, gracia, la humildad es la rendija que permite que esa gracia «se cuele» y actúe en nosotros. La sencillez nos ayuda a entender las cosas de Dios. La humildad nos hace sintonizar con el mismo corazón de Jesús. La humildad con los iguales, con los compañeros, con la gente a la que somos enviados, significa conocernos y aceptarnos como somos, saber el humus, la tierra donde venimos. Y es una clave imprescindible para las buenas relaciones: la sencillez, el no situarnos por encima de los demás, abre las puertas que la dureza y la soberbia bloquea.
La humildad ante los demás y, sobre todo, la humildad ante Dios. La humildad significa reconocernos como somos ante Dios: repetimos con frecuencia la frase de santa Teresa de que la humildad es «andar en verdad». Por supuesto, eso incluye reconocer nuestros talentos, nuestras capacidades —siempre para ponerlas, como con un delantal, al servicio de los demás—. Talentos y capacidades, que todos los tenemos. La humildad no significa no hacer frente a nuestras responsabilidades; si no, nadie que tuviera misión en la Iglesia podría ser humilde…
Pero, sobre todo, la humildad significa reconocer nuestra verdad ante Dios, es decir, sabernos pequeños ante Dios. Que es nuestra auténtica verdad. Pequeños, necesitados y precisamente por eso, tan queridos, que Dios ofrece su gracia a manos llenas. El que no es humilde, el que ha olvidado ese humus del que viene, no se sentirá necesitado y por eso se perderá lo mejor, el regalo de la gracia que nos viene no por nuestros méritos, sino por pura generosidad de Dios. «Todo se convierte en un problema cuando no hay humildad; y todos los problemas —y digo todos— se resuelven con la ayuda de esta virtud» (G. Forlai).
Una vuelta de tuerca…
Pero el Papa da una vuelta de tuerca firme y, quizás, inesperada: «La humildad solamente puede arraigarse en el corazón a través de las humillaciones. Sin ellas no hay humildad ni santidad » (GE 118). Si la humildad tiene cierto encanto, las humillaciones chirrían. La humildad todavía nos suena bien. Pero eso de las humillaciones nos rebela por dentro. No estamos normalmente por humillarnos. Significa que no saltes a la primera y te calles cuando hablen mal de ti: nosotros inmediatamente tenemos que elevar la voz para limpiar nuestra imagen mancillada. Significa aceptar un puesto o una tarea menos brillante de la que te correspondería sin quejarte: nosotros solemos hacer valer pronto nuestros derechos cuando nos pasan por delante…
Se trata, decíamos, de un don del Espíritu y, como tal, hay que pedirlo, simplemente… porque nos hace parecidos a Jesús. En la más genuina tradición espiritual e ignaciana, el Papa recuerda que «la humillación te lleva a asemejarte a Jesús» (GE 118). En el fondo, solo la mirada agradecida nos ayuda a entender la cruz, la del mundo y la propia, como lugar teológico, como espacio donde, en el mismo fracaso, se manifiesta la historia de la salvación. Es verdad que los tiempos no son fáciles, pero, de entrada, las cosas dependen mucho de cómo sepamos afrontarlas. «Hay una manera estéril de situarse —decía D. Antonio Dorado—: las actitudes negativas de resentimiento, victimismo, pasividad o evasión… Es cuestión de fe y esperanza, dos virtudes teologales que tenemos muy olvidadas por falta de entrenamiento».
PDF: Esquema 5. mirar como Jesús
«Yo estaré contigo»
El lugar de la experiencia de Dios
El desierto ciertamente es el lugar de la experiencia de Dios por excelencia. Pero puede que en nuestro lenguaje sobre la experiencia de Dios haya un equívoco: corremos el riesgo de plantear la «experiencia de Dios» como algo que depende de nuestra iniciativa o como una técnica en la que nosotros somos sujetos. Sin embargo, quizá la perspectiva sea justamente la contraria: en la Escritura —sobre todo en el desierto— no es el hombre quien hace experiencia de Dios, sino que es Dios quien, a lo largo de toda la historia de la salvación, hace experiencia del hombre (von Balthasar). No se trata de una experiencia sobre Dios, sino de Dios en cuanto es él mismo quien la lidera: Dios es sujeto, no objeto. El desierto es el lugar donde Dios nos libera, nos despoja; él busca al hombre y le dirige la palabra, le ofrece signos y lo escruta, le regaña y lo seduce; a veces lo castiga.
El tiempo de la prueba
Pero, ante todo, en el desierto, Dios somete al pueblo a la prueba. La intensidad máxima de la experiencia de Dios es justo el momento de la prueba. La sed, el hambre, el despojo de toda seguridad. Y la prueba más grande, el silencio (aparente) de Dios. Fue la queja de Israel en su éxodo: «¿Está Dios con nosotros o no?» (Éx 17, 7).
Parece que hoy no esté de moda hablar de la prueba de la fe, pero la Escritura no oculta que Dios también pasó a su pueblo en el desierto por el crisol de la prueba. Y pasa hoy a sus amigos por el mismo crisol. Abraham, Jacob, Job, el mismo Jesús, pasan por ella. Sin duda —como venimos repitiendo— Dios es amigo, el mejor amigo, pero la amistad con Dios en las Escrituras santas pasa por una relación que no es siempre pacífica, sino que prevé la lucha con él y el choque con sus tremendas pretensiones sobre el corazón humano.
Con frecuencia nos vemos de pronto lanzados al desierto, no por voluntad propia, sino obligados a descubrirlo como lugar de encuentro con Dios, de tentación, como la experimentó el pueblo de Israel o el mismo Jesús: la tentación en el desierto no es «poética», es real. Se trata de asimilar la prueba como paso de Dios, como lucha con él y como rendición final e incondicional a sus caminos.
La prueba puede ser la manera bíblica de llamar a la crisis, a esa sacudida de los valores que sostienen la existencia que nos golpea a todos en algún momento. La crisis puede llegar por muchos caminos: por el fracaso de los propios proyectos, la dificultad económica, la enfermedad, la oscuridad de la fe, el laberinto de los sentimientos… La crisis sanamente atravesada nos otorga una nueva visión de Dios, de las cosas, de uno mismo. Pero esa lectura, en la mayoría de los casos, solo se puede hacer después, pasada la crisis, atravesado el desierto: uno sigue viendo que el sufrimiento que vivió era verdad, pero experimenta la sensación de que «donde abundó el pecado sobreabundó la gracia». El desierto es el lugar en que el creyente, a pesar de las dificultades, del despojo, siente aquella certeza que atraviesa toda la Escritura: «Yo estaré contigo».
El lugar de la alianza
Al final el desierto es el lugar del cortejo —«la llevaré al desierto» (Os 2, 16)—, de la alianza esponsal, de la auténtica experiencia de Dios, que funde sus caminos con los caminos de Israel, algo que el pueblo —ningún creyente— podría haber ni soñado por sí mismo: «Te desposaré conmigo para siempre, te desposaré en justicia y en derecho, en amor y en ternura; te desposaré en fidelidad y tú conocerás al Señor» (Os 2, 21-22). Yavé sella la alianza, suelda su vida con la vida de su pueblo, no como un trato entre iguales, sino como pura gracia, enamorado no del más grande, sino precisamente, del «más pequeño de todos los pueblos» (Dt 7,7).
El desierto y la cruz de Jesús
La cruz es —podríamos decir— la auténtica «experiencia del desierto» de Jesús, el lugar del despojo, de la prueba, del silencio del Padre. El lugar definitivo de la alianza de Dios con nosotros.
Hablamos estos días de llevar «las marcas de Jesús». La configuración del sacerdote con Cristo es ante todo pasiva, porque es gracia, porque es principalmente acción de Dios en nosotros. Todo lo que se vive pasivamente en la vida nos hace entrar en el plan de Dios, nos abre al misterio de la cruz.
Dos actitudes de Jesús en la pasión
En la Pasión Jesús apenas habla. Jesús no se queja, no contesta mal. Aunque tiene razón, no dice nada para defenderse, apenas cuando le preguntan. En el fondo, el silencio de Jesús es expresión de la única respuesta válida al mal que nos hacen: el amor como única solución al desdén recibido.
Y la segunda actitud, la confianza en el Padre. El gran drama de la Pasión no son los clavos; es el aparente silencio de Dios. Jesús se queda solo; el Padre parece desaparecer de la historia. Y, sin embargo, Jesús confía. Hasta en el momento de la máxima oscuridad en la cruz —por qué me has abandonado— se sobrescribe de confianza —a tus manos encomiendo mi espíritu—.
Dos actitudes para contemplar la pasión
Con seriedad, con hondura: como quien acompaña a un amigo que está pasando por momentos difíciles, por un trance injusto. Nos jugamos mucho en la entrega de Jesús, porque él se juega mucho.
Y ojalá, sobre todo, con agradecimiento. Alguien, Jesús, ha dado la vida por mí. Esa es nuestra principal certeza. El Señor se entrega por cada uno. Para él somos tan valiosos que nos regala su propia vida. Nuestra vida es valiosa porque Jesús ha pagado un precio alto por ella. A Jesús no le sale gratis nuestra amistad. Entrega la vida por conservar esa amistad, por unirnos para siempre con él y con el Padre. Así somos de importantes para él. Y la mejor respuesta es dar las gracias.
PDF: esquema 6. desierto y pasión
«¡Es el Señor!»
Al contemplar las apariciones del Resucitado, insistimos en pedir intensamente lo más importante, la alegría, el tesoro de los ejercicios; porque podemos conformarnos con alegrías menos hondas. Aquí nos jugamos el ser comunicadores de la experiencia de Pascua. Nos hace falta volver continuamente a la resurrección, «habitar» en ella para que nos dé la mirada de Jesús sobre la vida, los acontecimientos.
«El oficio de consolar»
Dice san Ignacio, al llegar a la resurrección de Jesús, habla del «oficio de consolar que Cristo nuestro Señor trae». Pablo cuenta su propia experiencia: «¡Bendito sea Dios, Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre de las misericordias y Dios del consuelo…!» (2Cor 1, 3-4). Pablo no habla de sufrimientos y consuelos como realidades alternativas: la experiencia de la cruz no ha sido una tribulación soportada, sino amor hasta el extremo de Dios que rompe la misma muerte.
La alegría de Jesús
En todo caso, contemplemos siempre el rostro feliz de Jesús. Jesús es feliz¸ feliz de haber vencido a la muerte; feliz de demostrar que el bien es más fuerte que el mal; feliz porque la tristeza se acaba, porque Dios no defrauda. Es el día para contemplar el rostro de Jesús inmensamente contento de volver a ver a sus amigos, de abrazar a Pedro, a María, de abrazarnos a cada uno para asegurarnos que estamos siempre con él, que no hay nada que rompa el gozo de ser de los suyos, que estamos atados a él para siempre. Jesús es feliz y quiere contagiarnos su alegría.
Magdalena (Jn 20, 1-18)
Magdalena no espera resurrección. Va sin saber qué hará para abrir la piedra. Se queda con amargura sobre amargura cuando cree que han robado el cadáver. Quizás sin saber qué hacer, llama a los apóstoles. El discípulo que Jesús amaba ve y cree. Aquí el evangelista usa el verbo phileo: es la clave de la amistad la que ayuda a ver más allá, a entender.
Nuestro ministerio consiste en preguntar a la gente por qué llora y esperar en silencio que nos conteste. María escucha su nombre. Que nuestro nombre, dicho por Jesús, resuene, rebote en todos los sótanos y entresijos donde haga falta. Es el trabajo de esta mañana, contemplar el rostro de Jesús resucitado cuando dice nuestro nombre, dejar que cale, que nos restaure.
Magdalena es enviada: «Diles a mis hermanos». Impresiona: para Jesús son sus hermanos, como si nada hubiera cambiado. Más cerca incluso que antes.
Un desayuno en la playa (Jn 21, 1-14)
La situación de aquella pesca en el lago era demasiado clara, demasiado parecida a la que ya habían vivido cuando conocieron a Jesús; sin embargo, solo Juan lo reconoce: «¡Es el Señor!» El discípulo amado tiene esa sensibilidad para descubrir por dónde se le aparece Jesús, qué le pega, qué lenguaje utiliza (eso es «conocimiento interno»; eso es discernir, descubrir las situaciones que son del Señor, que le pegan, en las que está presente).
Aquel desayuno en la playa es un retrato perfecto de la Iglesia: imperfectos, convocados por él, alimentados por la eucaristía (en ese grupo quepo hasta yo…).
«Simón, ¿me quieres?» (Jn 21, 15-22)
Pedro se había pasado la vida diciendo «yo puedo, estoy dispuesto, yo lo haré», cuando la pregunta auténtica era «¿me quieres?» Cuando Pedro claudica, recibe la confirmación de su misión, pero ya la misión se asienta en las fuerzas de otro; tiene los pies sobre roca. Jesús indica a Pedro lo único necesario, lo agarra en lo íntimo de su ser y lo reconstruye en torno a ese pilar fundamental que es su amistad.
La consecuencia de esa amistad, de esa identificación con Jesús, es la misión. El pastoreo nace del amor que él nos tiene y en el amor que él recibe como respuesta. Un amor que nos hace uno con él. Es sorprendente —por lo arriesgada— la reflexión de san Agustín:
Esta es la razón por la que quiso que también Pedro, a quien encomendó sus propias ovejas como a un semejante, fuera una sola cosa con él: así pudo entregarle el cuidado de su propio rebaño, siendo Cristo la cabeza y Pedro como el símbolo de la iglesia que es su cuerpo; de esta manera fueron dos en una sola carne, a semejanza de lo que son el esposo y la esposa. Así, pues, para poder encomendar a Pedro sus ovejas, sin que con ello pareciera que las ovejas quedaban encomendadas a otro pastor distinto de sí mismo, el Señor le pregunta: «Pedro, ¿me amas?»
La perspectiva de la vida eterna
Hemos insistido en la mirada sobre las cosas, los acontecimientos y el mundo; una mirada nueva que nos ayude a ver más allá, a —decíamos— mirar como Jesús. No es esta vida el punto para otear el horizonte esperando un futuro mejor: es el Reino que viene, la vida eterna, la que nos ofrece la verdadera perspectiva para entender esta vida, el presente transfigurado por un futuro ya nacido y que amplía el campo de visión. La fe nos alienta a contemplar el mundo con la mirada del cielo (cf Ef 2, 4-6). Con frecuencia la consolación puede consistir simplemente en una ampliación del horizonte.
Repetimos con frecuencia aquel reproche de los ángeles a los apóstoles el día de la Ascensión: «Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo?» (Hech 1,11). No es por enmendarles la plana a los ángeles, pero quizás que a nosotros, precisamente, nos haga falta «mirar más al cielo», levantar la mirada, estar convencidos de que la vida es «más de lo que se ve». Creer en la vida eterna le da una nueva perspectiva a nuestra vida ya. Vivimos en el tiempo de la espera: la esperanza nace de una certeza, la de invocar «¡Ven, Señor Jesús!», no veo la hora de que vuelvas, como el niño que espera la visita que le es querida. Maranathá es una invocación que nos permite leer los tiempos de manera distinta. Por supuesto, no nos hace desentendernos de lo que nos traemos entre manos —faltaría más—, no huimos de esta vida. Al revés, nos ayuda a implicarnos de otro modo en esa vida nueva que ha empezado ya. Pero reconocemos, como aquel cura rural de Bernanos, que «ya todo es gracia».