«Alabado seas, mi Señor, por la hermana nuestra, la madre tierra, la cual nos sostiene, y gobierna y produce diversos frutos con coloridas flores y hierba (…) Esta hermana clama por el daño que le provocamos a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella. Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes.» (cf. LS n 1-2).
A pesar de la preocupación por el destino universal de los bienes y de la preocupación con los profundos y rápidos cambios que la inteligencia y las actividades humanas estaban provocando en el mundo y que se extendían progresivamente al universo entero, podemos percibir que los padres conciliares aún no percibieron la problemática de la ecología. Varios documentos retoman este principio del destino universal de los bienes:
«Dios ha destinado la tierra, con todo lo que contiene, para el uso de todos los hombres y pueblos, de tal modo que los bienes creados deben bastar a todos, con equidad, bajo las reglas de la justicia, inseparable de la caridad» (GS n. 69).
Pero ya, sentaron bases para un futuro «desarrollo sostenible» donde los más ricos tienen la obligación moral de socorrer a los más pobres, no sólo con lo que les es superfluo. Esta perspectiva provocaría la necesidad de «prever el futuro, estableciendo justo equilibrio entr las necesidades actuales de consumo, individual y colectivo, y las exigencias de inversión de bienes para las generaciones futuras» (GS nº 70).
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