Del hermano Alois, prior de Taizé
“En muchas regiones del mundo, cuando llega la fiesta de Pentecostés la naturaleza se vuelve hermosa. La primavera estalla, se anuncia ya el verano, el trigo crece y el viento se divierte jugando con las espigas como si fuese él quien las hace crecer. Para el pueblo judío, la fiesta de Pentecostés, Shavuot, era una acción de gracias por los trigos maduros. En muchas de sus parábolas, Jesús habla del Reino de Dios que viene a través de una maduración. Pentecostés anuncia el tiempo de cosechar.
Pero Pentecostés es también la irrupción de la novedad, de lo inesperado. Lo que ocurrió en el Sinaí fue como una prefiguración que, según la fe cristiana, encuentra ahora su cumplimiento. Dios hace conocer su voluntad, por lo que su Ley no se escribirá más sobre tablas de piedra, sino en los corazones. Ya no es únicamente Moisés el que está delante de Dios, el fuego del Espíritu desciende sobre cada uno. Por el Espíritu Santo, Dios viene a habitar en nosotros. Él está aquí sin intermediarios. Es para hacernos entrar en una relación personal con Dios la razón por la que el Espíritu Santo nos es dado.
Si el Espíritu Santo permanece a menudo discreto, sin pretender intervenir, es porque no quiere ocupar nuestro lugar, sino fortificar nuestra persona. En lo profundo de nuestro ser, él dice incansablemente el sí de Dios a nuestra existencia. Así, esta es una plegaria accesible a cada uno: «¡Que tu aliento de bondad me guíe!» (Salmo 143,10). Llevados por ese aliento podemos avanzar.
Al final de su vida, el hermano Roger dirigía sus oraciones, con mucha frecuencia, al Espíritu Santo. Quería inculcarnos la confianza en su presencia invisible. Sabía que el combate interior para abandonarse al soplo del Espíritu y creer en el amor de Dios es decisivo en una vida humana.
Durante mi estancia con mis hermanos, que viven en Corea, fuimos a un monasterio budista. Recibimos allí una acogida muy fraternal. Sentí una gran admiración por esos monjes budistas que buscan con coraje ser consecuentes con sus creencias. Hacen un esfuerzo enorme para salir de sí mismos y abrirse a una realidad más grande que ellos, al absoluto. Han desarrollado una profunda sabiduría, una búsqueda de la misericordia que compartimos con ellos.
Pero ¿cómo pueden hacerlo, me preguntaba, sin creer en un Dios que los ama personalmente? Su compromiso implica una soledad extrema. Nosotros, como cristianos, creemos que el Espíritu Santo nos habita, Cristo nos ha enseñado a dirigirnos a Dios diciéndole: «Tú». Es un paso enorme, inimaginable para una gran parte de la humanidad.
Volví de allí con un nuevo asombro por la revelación traída por Cristo y me dije: ¿no es urgente, para nosotros los cristianos, tener más confianza en la presencia del Espíritu Santo y mostrar con nuestra vida que está actuando en el mundo?
Comencemos por profundizar el misterio de comunión que nos une. Cuando juntos nos volvemos hacia Cristo, en una oración común, el Espíritu Santo nos reúne en esta única comunión que es la Iglesia y nos concede nacer a una vida nueva.
El don del Espíritu Santo está unido al perdón. Cristo resucitado dice a los suyos: «Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados» (Juan 20,22-23). La Iglesia es ante todo una comunión de perdón. Cuando comprendemos que Dios nos da su perdón, nos volvemos capaces de darlo también a los demás. Por supuesto, nuestras comunidades, nuestras parroquias están siempre desprovistas y lejos de aquello que soñamos de ellas. Pero el Espíritu Santo está continuamente presente en la Iglesia y nos hace avanzar en el camino del perdón.
Si Cristo nos envía a proclamar la Buena Nueva al mundo entero, él nos pide también discernir los signos de su presencia allí donde él nos precede. Los primeros cristianos se quedaron sorprendidos al descubrir la presencia del Espíritu allí donde no lo esperaban (ver Hechos 10). Jesús mismo se conmovió por la confianza tenaz de una madre griega (Marcos 7,24-30) y por la fe de un soldado romano (Lucas 7,1-10) ¿Somos capaces de sorprendernos reconociendo las expectativas espirituales de nuestros contemporáneos?
Cuando un día fui a visitar a mis hermanos que viven en Dakar, Senegal, quedé impresionado al ver la amistad que se ha creado en el barrio entre ellos y algunos musulmanes. Cuando me iba a ir, llegó un hombre mayor, musulmán, muy bien vestido. Al principio lo confundí con un dignatario, pero era el abuelo de una familia vecina que quería decirme lo felices que les hacía que los hermanos estuvieran allí. Le respondí: «La alegría de los hermanos es más grande que la vuestra». Me contestó firmemente: «No, es nuestra alegría la que es mayor».
Dejemos crecer en nuestras vidas los frutos del Espíritu: «Amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, confianza en los otros, dulzura, dominio de sí» (Calatas 5,22-23). El Espíritu nos encamina hacia los otros y, sobre todo, a los más abandonados. En una solidaridad concreta con los más desfavorecidos, la luz del Espíritu Santo puede inundar nuestra vida.
Sí, el Espíritu Santo está actuando hoy. Él renueva sin cesar el amor de Dios en nuestro corazón. Dichoso quien no se abandona al miedo, sino a la inspiración del Espíritu Santo. Él es también el agua viva, el Espíritu de paz que puede vivificar nuestro corazón y comunicarse, a través de nosotros, al mundo entero”.
(Atreverse a creer, Editorial Perpetuo Socorro, págs.79-83)
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