Carlos de FOUCAULD puede inspirar al mundo. John MacWILLIAM

“Carlos de FOUCAULD puede inspirar al mundo”, dice el obispo John MacWILLIAM, obispo de Laghouat, Argelia

El ejemplo y la espiritualidad de Carlos de FOUCAULD “podría inspirar a más personas”, dijo el obispo John MacWILLIAM, obispo de Laghouat, Argelia. Evoca la futura canonización de Charles de FOUCAULD.

Obispo John MacWILLIAM

¿Qué representa para ti la perspectiva de la canonización de Charles de Foucauld en tu situación actual?

Monseñor John MacWilliam: Charles de Foucauld vivió los últimos 15 años de su vida aquí en el Sahara, en Beni Abbès, en Tamanrasset y un poco en Assekrem. Posteriormente fue enterrado en El Golea. Durante casi cien años, la Iglesia misionera en el Sahara ha experimentado gran parte de la sencillez y la fraternidad que caracterizaron al “hermano universal”. Hasta ahora, es conocido en el mundo francófono, especialmente en su Francia natal. Convertido en “santo” de la Iglesia universal, será más conocido en todo el mundo; su ejemplo y su espiritualidad de Nazaret y el Sahara podrían inspirar a más personas del mundo.

Charles de Foucauld no siempre tuvo una vida ejemplar. No era perfecto; ¿Cómo, en tu opinión, puede ser una figura de santidad?

Como san Pablo, como san Agustín y como santo Tomás Becket entre muchos, Carlos de Foucauld pasó por una conversión que le permitió abandonar su pasado para abandonarse a Dios nuestro Padre. La santidad no es la perfección de toda la vida. Nuestro santo patrón del desierto, Juan el Bautista, nos llamó a la conversión, ¿verdad?

¿Cómo puede la canonización de Charles de Foucauld (o no) servir al diálogo con los musulmanes?

En Argelia, el “diálogo” entre la mayoría de musulmanes y cristianos tiene lugar a través de un encuentro de vida. Cada uno reconoce en el otro una persona o una comunidad que reza a Dios, que busca hacer la voluntad de Dios tal como la entiende, que se preocupa por los más pobres y los “pequeños del mundo”. Esto es precisamente por lo que pasó Charles de Foucauld. Nuestras comunidades que acogen a sus vecinos en los cuatro lugares sagrados del ‘hermano Carlos’ dan testimonio de ello.

© Centre catholique des médias Cath-Info, 08.06.2020

Carlos de FOUCAULD o la bondad desarmada. Felisa ELIZONDO

Este otoño, con motivo de su canonización, redescubriremos en la fachada de la basílica de San Pedro la mirada del hermano Carlos, la cual en las últimas fotografías transparenta la ternura con que contempló a sus vecinos touaregs y el desierto pedregoso que rodea Tamanrasset , su también último paisaje. Allí, en la puerta de su refugio, quedó el cuerpo del que quiso ser hermano de todos, atravesado por un disparo. Y semienterrado en la arena, el ostensorio simple ante el que había pasado noches enteras. Era el 1 de diciembre de 1916.

Hemos comenzado por hablar de su muerte a los 58 años en una soledad difícil de imaginar (que hoy por hoy los reportajes nos ayudan a imaginar) y es inevitable advertir el contraste entre la figura blanca de un ermitaño pobre, prematuramente envejecido, como es la del hermano Carlos, con el aspecto de un joven oficial del ejército francés que aparece en retratos de juventud. Un militar de quien los informes no siempre se referían con tonos elogiosos, dado que su conducta no fue siempre la esperada en un “hombre de honor”. Entre unas y otras imágenes median decisiones que siguen llamando la atención cuando se lee alguna de las excelentes biografías accesibles.

Porque en la vida de este explorador nato, subyugado por la inmensidad del desierto, no faltaron irregularidades al tiempo que realizaba auténticas proezas y se adentraba en viajes aventurados por un Marruecos poco conocido y una tormentosa Argelia, entonces bajo dominio francés . Pero es inevitable también sorprenderse ante la radicalidad de su conversión y su búsqueda sin descanso de lo que entendía requerido por el amor de Alguien cuyo nombre ha dejado escrito con trazos típicos: “Jesus-Caritas”.

Nacido en Estrasburgo en 1858 Eugène-Charles de Foucauld, en una familia de nobleza antigua, perdió muy pronto a sus padres y quedó al cuidado de su abuelo, que tuvo que trasladarse por causa de la guerra franco, pero procuró que quien debía heredar el título y las propiedades tuviera una educación adecuada a su rango, además de una cierta iniciación cristiana al estilo de su siglo. Secundando los deseos de su abuelo, ingresó en 1876 en la prestigiosa Academia de San Cyr. Era el comienzo de una carrera prometedora, aunque las calificaciones obtenidas en los años sucesivos no lo muestran precisamente como un alumno brillante, sino más bien dado a formas de diversión en que gastaba despreocupadamente con sus compañeros los bienes heredados a la muerte de su abuelo, por quien había sentido un gran afecto.

En su expediente han quedado registradas algunas dificultades que tuvo con la disciplina militar. Así, sabemos que enviado como oficial en 1880 a Sétif (Argelia), fue despedido pronto por “notoria mala conducta”, aunque poco después reincorporado para participar en la guerra contra el jeque Bouamama. Pero también hay constancia de que el joven vizconde de Foucauld, de carácter inquieto, en 1882 se embarcó en la empresa de explorar el entonces poco conocido Marruecos, haciéndose pasar por judío para no despertar la hostilidad de los nativos, pero la calidad de su trabajo de reconocimiento de ese territorio africano le valió nada menos que la medalla de oro de la Sociedad de Geografía de París y la publicación de su libro Reconnaissance au Maroc (1883-1884), que le valió un nombre entre los estudiosos.

Una conversión no tan repentina

En Marruecos quedó impactado por la fe de los musulmanes: “el islam me produjo una impresión profunda. La vista de aquella fe, de aquellas almas que vivían en la presencia continua de Dios, me hizo entrever algo un poco más grande y más verdadera que las ocupaciones mundanas: Ad maiora nati sumus“, escribe en recordarlo.

De vuelta a París, reapareció en él la inquietud, que era un rasgo saliente de su espíritu aventurero y, sobre todo, la pregunta por el sentido de su vida: “Mi corazón y mi espíritu -anota el 1886- seguían lejos de Vos (…) pero … Vos habías roto los obstáculos, reblandecido el alma y preparado la tierra, quemando las espinas y la maleza“. La soledad de un apartamento en aquella ciudad que ahora le resultaba “extraña” y el reencuentro con su prima Marie de Bondy, una de las personas más apreciadas y admiradas por él desde que era un niño, fueron factores decisivos en su acercamiento a la Iglesia. Sentía que, en contacto con ella, la fe de la infancia apuntaba de alguna manera, y comenzó a repetir a modo de súplica espontánea: “Dios mío, si existes, haz que yo te conozca“, mientras entraba y salía de alguna iglesia. Charles contó hasta el final de sus días con el apoyo -también material- y el consejo de esta mujer, a la que confió en sus muchas cartas, con la mayor sinceridad, sus investigaciones y vivencias.

Fue Marie quien le presentó el abad Huvelin

Entre los relatos de conversiones de finales del XIX y la primera mitad de siglo XX se suele colocar el encuentro en la iglesia de Saint Augustin y la confesión de Carlos de Foucauld con este sacerdote, que le dio también la comunión y ser en adelante un verdadero guía en su camino de fe. Era el 29 o 30 de octubre de 1886. El pasado quedó muy atrás cuando entendió que, “una vez conocida la existencia de Dios, ya no podría vivir sino para Él“, según sus propias palabras.

Oyó decir también al P. Huvelin una frase que se le grabó a fuego y marcó sus decisiones ulteriores: “Nuestro Señor tomó el último lugar, que nadie pudo arrebatarle“. Así, desde el principio, conversión y vocación se sueldan. El desordenado lector de autores ajenos a la fe comenzó a dedicar toda su atención a la lectura y meditación de los Evangelios y en algunos tratados de vida cristiana conocidos en la Francia de su tiempo.

Nazaret: punto de partida

En 1888 (el mismo año en que Teresa de Lisieux ingresó en el Carmelo) peregrinó a Tierra Santa para rastrear en él las huellas de Jesús de Nazaret. Hizo cesión del título y los bienes a favor de su hermana y, tras una dolorosa despedida de sus cuyo en sus cartas habla como de un sacrificio terrible – “sacrificio que, al parecer, me costó todas mis lágrimas, ya que desde entonces, desde ese día ya no lloro … “- entró en la Trapa de Notre Dame des Neiges. De esta pasó, siempre en el intento de seguir el Nazareno en la mayor pobreza, a la de Akbès, en Siria, entonces bajo el Imperio otomano, donde vivió varios años.

Allí encontró la ayuda de buenos maestros de la vida monástica y leyó las obra de Santa Teresa, de las que ha dejado copiados cuidadosamente, con su letra diminuta, unos cuantos textos, Hasta el punto de que J.F. Six, uno de los que ha estudiado con dedicación su itinerario, habla con este propósito de “una influencia directa y absolutamente predominante que rodea toda la vida espiritual de Charles de Foucauld“. Para que una y otra se muestran fuertemente atraídos por la presencia amiga de Jesucristo.

Pero siendo Akbés, a distancia de su país de origen y “bajo otro cielo”, la visión de la pobreza de la gente que rodeaban la ya de por sí austera Trapa, lo lleva a soñar con otras posibilidades de seguir más radicalmente Jesús, y compone incluso una Regla para una fundación que quisiera que fuera de verdad “socialmente pobre”. Un sueño este de imitar más de cerca el Maestro, que duró tanto como su vida.

Así, sin parar en una búsqueda que no parece cesar en su trayectoria, abandona su pertenencia a la Trapa, aunque la despedida le resultó nuevamente algo muy costosa. Y en 1897 vuelve a Tierra Santa donde, acogido al monasterio de clarisas de Nazaret, ensaya una forma de vida eremítica en la que era posible realizar su ideal de pobreza, que reúne el trabajo humilde y la adoración eucarística, la que hoy es reconocida como una forma de vida típicamente suya: oculta, hecha de contemplación y de trabajo manual. Una vida silenciosa que irradia con su testimonio.

En Nazaret redacta la Regla que desea para los que llamará “ermitaños del Sagrado Corazón” y él mismo firma como “fray Carlos de Jesús”, consciente de lo que implica este nuevo nombre. En el rincón que le ceden las religiosas, adora y medita largamente los pasajes bíblicos y se detiene en los de la vida de Jesús. Lee autores de la tradición como el Crisóstomo y, sobre todo, los místicos. Allí, entre 1897 y 1900, escribió muchas páginas con meditaciones que se consideran fundamentales para conocer su vivencia espiritual, como la reflexión en la que se inscribe la conocida Oración de abandono.

Padre me pongo en tus manos …

A propósito de este oración, una de las más bellas de siglo XX y ampliamente divulgada, a veces en forma más breve, sabemos que se encuadra en las meditaciones de los Evangelios que Carlos de Foucauld escribió en la Trapa de Akbés (Siria) (1890 -1896). Al comentar las últimas palabras de Jesús: “Padre mío, en tus manos encomiendo mi espíritu” (Lc 23, 46), escribe:

“Esta es la última oración de nuestro Maestro, de nuestro Amado … Pueda ser nuestra … Y que ella sea, no sólo la de nuestro último instante, sino la de todos nuestros momentos”.
Y a continuación:
“Padre mío, me entrego en sus manos;
Padre mío, me abandono a Ti;
Padre, Padre mío, haz de mí lo que quieras;
sea lo que haga de mí, se lo agradezco;
gracias de todo, estoy dispuesto a todo;
lo acepto todo; os agradezco todo;
para que tu voluntad se haga en mí, Dios mío;
para que tu voluntad se haga en todas sus criaturas,
en todos tus hijos, en todos aquellos que su corazón ama,
no deseo nada más Dios mío;
en sus manos entrego mi alma;
os la doy, Dios mío, con todo el amor de mi corazón,
porque te amo y porque esto es para mí una necesidad de amor:
darme, entregarme en sus manos sin medida;
me entrego en sus manos con infinita confianza,
ya que Tú eres mi Padre … “.
(Escritos espirituales, Ed. Studium, Madrid 1958, 32).

En el Sahara y con los tuaregs

Sólo después de superar una resistencia al cambio de estatus que implicaría ser sacerdote, aceptó realizar estudios de teología en Roma y fue ordenado sacerdote en la diócesis de Viviers (Francia) en junio de 1901. La voluntad de servir fue factor decisivo en la aceptación. Y comenzó esta tarea a Béni Abbès, un enclave del ejército francés en pleno Sahara argelino, donde pudo advertir y denunciar aspectos deplorables de la colonización, como la que llamó “la monstruosidad de la esclavitud”. Esta constatación le indujo a seguir nuevamente la llamada a estar entre “los últimos” y ocupar “el último lugar”. Sin contar con seguidores -su sueño de crear alguna forma de unión que compartiera su ideal misionero era persistente- desarrolló con los bereberes una forma de evangelización silenciosa, basado en el compartir su vida, en el despliegue de bondad y en el ejemplo de una vida humilde y desinteresa.

Si al entrar en la Trapa había hecho cesión de sus bienes, también presentó su cese en el ejército francés y en la Sociedad Geográfica que le había dado fama entre los especialistas. Despojado de todo y sin llegar a encontrar compañeros para sus proyectos, acometió una última travesía hasta llegar en 1906 las montañas del Hoggar, donde encontró juntas la soledad del desierto y la posibilidad de “hacerse hermano” sirviendo gentes endurecidas y difícilmente abordables, como eran los tuaregs.

Sin otro éxito que el recuento de nombres franceses que simpatizan con su propuesta de una Unión que sostuviera una presencia misionera como la que él vive, atraviesa momentos de debilidad extrema, que se compensan con el poder celebrar alguna vez la eucaristía en Tamanrasset. Aunque para Foucauld, la presencia eucarística que irradia realmente si es llevada hasta lugares donde casi nadie llega por percibirla, es inseparable de la de algunos cristianos que, también realmente, testimonien una amistad y una bondad a toda prueba que prepare el terreno del anuncio. Su forma de entender la tarea es la de abrir caminos, una preparación que seguramente requerirá largos tiempos antes de que el evangelio pueda ser escuchado. Una presencia humilde en la que el respeto y el diálogo sean garantes de la buena noticia de Jesús que se ofrece en libertad.

Los estatutos de la Unión redactados por él detallan esta forma de misión. En un pequeño cuaderno, el hermano Carlos la resume en unas líneas: “Mi apostolado debe ser el apostolado de la bondad … Si se me pregunta por qué soy dulce y bueno, tengo que responder que porque soy servidor de un mucho mejor que yo“.

En 1915, por causa de la guerra, no pudo viajar a Francia, donde había encontrado entre otras adhesiones la acogida de un conocido arabista como Massignon, que mantuvo vivo su recuerdo tras su muerte. Y como adelantábamos, el 1 de diciembre de 1916, el hermano Carlos fue asesinado por un chico atemorizado ante un grupo de rebeldes que irrumpieron en la ermita levantada en pleno Sahara argelino.

Tenía 58 años y su nombre aparece encabezando los trabajos que realizó en campos como la geografía, la geología y la lexicografía. Pero, a distancia de un siglo de su muerte, le son reconocidas universalmente sobre todo: una radical adhesión al Evangelio, su búsqueda de los últimos y su sensibilidad para el encuentro con el islam.

Y ese final, aparentemente sin sentido y en una soledad extrema, se puede leer también hoy, a la vista de los numerosos grupos y los miles de seguidores de la espiritualidad de desierto que forman su Familia, como una ratificación de la verdad evangélica del grano de trigo que muere.

PDF: Carlos de FOUCAULD o la bondad desarmada. Felisa ELIZONDO

FRATELLI TUTTI. Papa Francisco

Querido hermano:

Comparto contigo la encíclica “Fratelli tutti”, cuyo título es el mensaje de Jesús animándonos a reconocernos todos como hermanos y hermanas y así vivir en la casa común
que el Padre nos ha confiado.

Gracias por tu servicio pastoral y, por favor, no te olvides de rezar por mí.

Que Jesus te bendiga y la Virgen Santa te cuide.

Franciscus
Roma, San Juan de Letrán, 1° de octubre de 2020

Ver el documento en PDF: Fratelli Tutti ES62

Vivir y crecer como Jesús en Nazaret. Jonathan CUXIL jc

“Pertenecemos única y exclusivamente al momento presente”

Los cristianos tenemos como modelo de vida la persona de Jesús mismo. Se asoma entonces una pregunta: ¿Cómo vivió Jesús?

Muchas cosas han sido escritas a lo largo de los siglos acerca de la persona de Jesús, de su estilo de vida, de sus costumbres, de su humanidad. Han sido publicados cientos de libros “históricos”, “biográficos” e incluso “novelas” sobre estos temas, cada uno de ellos cargado inevitablemente de la visión y sensibilidad del proprio autor.
En realidad los evangelios “canónicos” nos dicen muy poco sobre los aproximadamente treinta años que transcurren desde el nacimiento de Jesús y el inicio de su ministerio público hasta el punto tal que este tiempo es conocido como “la vida escondida” de Cristo.

Dar una respuesta, pues, a la pregunta que nos hemos puesto se nos presenta como un trabajo difícil de realizar. Sin embargo, justamente porque sabemos poco de la vida escondida de Jesús, podemos suponer que en realidad sus días no tenían nada de “especial” respecto a las jornadas de cualquier otra persona de su época. Efectivamente, si hubiese sido el contrario, no sería posible pensar que a los evangelistas se les hubiera escapado la importancia de trasmitirnos al menos en parte los aspectos de este lapso. Como sea y mas allá de hipótesis y suposiciones, una luz indirecta que ilumina nuestra pregunta la encontramos en el evangelio según san Juan: “Y la Palabra se hizo carne y habitó entre nosotros. Y nosotros hemos visto su gloria, la gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad” (Jn 1, 14).

Esta afirmación es al mismo tiempo sorprendente e increíble porque nunca y nadie habría podido pensar que Dios, el Omnipotente y Altísimo, pudiera hacerse carne, es decir debilidad y fragilidad. Esta es, en última análisis, la novedad del cristianismo, lo que con otro término se llama “Encarnación”, aquello que el concilio Vaticano II ha traducido en esta manera: “El Hijo de Dios con su encarnación se ha unido, en cierto modo, con todo hombre. Trabajó con manos de hombre, pensó con inteligencia de hombre, obró con voluntad de hombre, amó con corazón de hombre. Nacido de la Virgen María, se hizo verdaderamente uno de los nuestros, semejantes en todo a nosotros, excepto en el pecado.” (Gaudium et spes, 22).

La respuesta a la pregunta la podríamos formular en este modo: vivir como Jesús en Nazaret significa vivir en plenitud nuestra humanidad y, con palabras un poco complicadas, vivir una vida humanamente divina y divinamente humana.

¿Cuales son las consecuencias concretas de un similar modo de vivir? Mencionemos al menos una.

Si vivimos con la conciencia de que nuestra historia está entretejida con la historia de Dios, no podremos separar más entre “sagrado” y “profano” porque a partir de la encarnación nuestro Dios, el Dios-con-nosotros, ha habitado cada espacio y realidad que forman nuestra humanidad. Por esta razón cada una de nuestras acciones adquiere un valor totalmente nuevo, se convierten en el lugar en el que podemos encontrar a Dios y establecer una relación con él. No tiene importancia de qué cosa se trate, no importa si mi ocupación es la del médico o la del barrendero, no importa si somos estudiantes universitarios o vendedores ambulantes, secretarias o amas de casa, lo que realmente importa es que Dios nos alcanza allí donde nos encontramos, en medio de escobas o libros.

Vivir como Jesús en Nazaret significa en definitiva esto: tener la conciencia de ser un “hijo único del Padre” y relacionarme con este Padre en la ordinariedad y, tal vez, banalidad del cotidiano, en casa, en el trabajo, en las amistades. Es esto a lo que cada cristiano está llamado, aquello que Jesús mismo ha llamado la adoración en espíritu y en verdad.

Jonathan CUXIL jc

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Carlos de Foucauld, profeta de la fraternidad universal. Mª Teresa REARTE

Hoy la tumba del Hermano se encuentra al pie de la Iglesia de San José en  el convento de los Padre Blancos en Bel-Bechir cerca de El Golea, al centro de Argelia.

El 1º de diciembre se cumplieron cien años de la muerte de Charles de Foucauld (1858-1916), el hermano Carlos de Jesús, cuyo testimonio en tiempos de indigencia espiritual, tanto como de intemperie en medio de la problemática y aún conflictiva relación con el Islam, adquiere particular relevancia y significación para los cristianos.

Profeta de la fraternidad universal, “Charles de Foucauld representa para la historia de la Iglesia un punto del que no se puede volver: su profecía cayó en el desierto del Sahara como el evangélico grano de trigo, el 1º de diciembre de 1916”, dice el Hno. Michael David Semeraro, monje benedictino y maestro de espiritualidad. Quien también explica que el martirio del Hno. Carlos de Jesús muestra la “disponibilidad de dar la vida hasta el fondo”. Es un hecho que no se puede interpretar en “clave político-cultural”, ni ser usado para ningún tipo de campaña. Sino que “abrió nuevos senderos y nuevos caminos mucho antes de que el Concilio Vaticano II cobrara conciencia” (Cfr. Declaración conciliar “Nostra aetate”, Nº 3). El beato Charles de Foucauld vivió la total adhesión al evangelio, porque él se expuso unilateralmente, sin esperar gestos de reciprocidad, en su fraterna relación con los musulmanes.

Los estudiosos han visto que se perfilan en él referencias a Benito de Nursia, las que pudieron ser adquiridas en el tiempo en que vivió como trapista. Y atesoró los valores de la vida contemplativa de atención a Dios y servicio a los hermanos. De Francisco de Asís aprendió la constante vuelta al evangelio. Y a la vez, el aprecio por la condición de minoridad, que le permitió salir de sí e ir hacia el otro como hermano.

De familia de nobles que, a la muerte de sus padres cuando tenía seis años, fue recogido por su abuelo materno, cuya fortuna heredó y dilapidó en la vida mundana y licenciosa, el vizconde Charles de Foucauld descubrió, en su encuentro con el Islam, el aprecio por la interioridad y el llamado a la trascendencia, que lo ayudaron en su retorno a su fe bautismal. En la profundidad del desierto argelino, el hermano Carlos de Jesús leía el evangelio y adoraba la presencia de Cristo en la Eucaristía, no para contraponer su identidad a la de su entorno; sino para cultivar una fraternidad más abierta. Unido al pueblo tuareg, en vano esperaba la llegada de algunos discípulos. Se veía envejecer solo, como un árbol sin frutos. No obstante, una certidumbre se acrecentaba en su interior: “Si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto” (Jn 12, 24). Así comprendió que para salvar con Jesús, como Él hay que pasar por el fracaso y aún la muerte. Lo cual evidencia el error de los triunfalismos de algunos cristianos. Y el sentido de la esperanza de otros, en medio de aparentes derrotas.

En Nazaret, el 6 de junio de 1897, había escrito: “Piensa que debes morir mártir, despojado de todo, echado por el suelo, desnudo, desfigurado, cubierto de sangre y de heridas, violenta y dolorosamente asesinado”. Al anochecer del 1º de diciembre de 1916, un grupo de tuaregs rebeldes llega a Tamanrasset. Todo se desarrolla rápidamente. La ermita es saqueada, el guardia que debe custodiarlo en un momento de pánico se descontrola, tira sobre el rehén y lo mata. En su Testamento, que data de 1911, se puede leer: “Deseo ser sepultado en el mismo lugar donde moriré. Allí descansaré hasta la resurrección”. Y hay un agregado, en 1913, que dice: “Sin adornos, en una tumba sencilla. Sin monumentos, con una cruz de madera”.

En 1929, el escritor René Bazin publicó la primera biografía de Carlos de Foucauld, que lo hizo conocer y empezaron a llegar los discípulos. El hermano Carlos de Jesús murió solo. No obstante, inspiradas en él nacieron las familias de sacerdotes, religiosas y religiosos, institutos seculares y laicos, que en la actualidad suman veinte, y tienen presencia en todo el mundo. De él, ha hecho notar el teólogo Pierangelo Sequeri, que “fue donado y destinado anticipadamente para este tiempo de la Iglesia“.

María Teresa REARTE

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Mariano PUGA palabras póstumas. A. MACELO ALARCÓN

Sentado en su silla de ruedas y con la sonrisa de siempre, nos recibió mariano Puga Concha la mañana del 6 de febrero durante un retiro en Pirque. Estas serían sus palabras póstumas. Él lo sabía y nos contó que había reflexionado sobre su vida, su infancia, sus padres, ‘mama’ amelia, la juventud, sus años como cura obrero y en la defensa de los derechos Humanos? los pobres, La Legua, villa Francia y otras tantas experiencias significativas. durante la conversación, que publicamos íntegramente, hubo espacio también para hablar sobre el estallido social chileno, los nuevos rostros de los pobres y el rol de la iglesia. Ello en medio de la convalecencia por un cáncer linfático que lo llevaría a su pascua, la madrugada del sábado 14 de marzo.

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