NOTICIAS Y COMUNICACIONES Nº 180

Del hermano Alois, prior de Taizé

“En muchas regiones del mundo, cuando llega la fiesta de Pentecostés la naturaleza se vuelve hermosa. La primavera estalla, se anuncia ya el verano, el trigo crece y el viento se divierte jugando con las espigas como si fuese él quien las hace crecer. Para el pueblo judío, la fiesta de Pentecostés, Shavuot, era una acción de gracias por los trigos maduros. En muchas de sus parábolas, Jesús habla del Reino de Dios que viene a través de una maduración. Pentecostés anuncia el tiempo de cosechar.

Pero Pentecostés es también la irrupción de la novedad, de lo inesperado. Lo que ocurrió en el Sinaí fue como una prefiguración que, según la fe cristiana, encuentra ahora su cumplimiento. Dios hace conocer su voluntad, por lo que su Ley no se escribirá más sobre tablas de piedra, sino en los corazones. Ya no es únicamente Moisés el que está delante de Dios, el fuego del Espíritu desciende sobre cada uno. Por el Espíritu Santo, Dios viene a habitar en nosotros. Él está aquí sin intermediarios. Es para hacernos entrar en una relación personal con Dios la razón por la que el Espíritu Santo nos es dado.

Si el Espíritu Santo permanece a menudo discreto, sin pretender intervenir, es porque no quiere ocupar nuestro lugar, sino fortificar nuestra persona. En lo profundo de nuestro ser, él dice incansablemente el sí de Dios a nuestra existencia. Así, esta es una plegaria accesible a cada uno: “¡Que tu aliento de bondad me guíe!” (Salmo 143,10). Llevados por ese aliento podemos avanzar.

Al final de su vida, el hermano Roger dirigía sus oraciones, con mucha frecuencia, al Espíritu Santo. Quería inculcarnos la confianza en su presencia invisible. Sabía que el combate interior para abandonarse al soplo del Espíritu y creer en el amor de Dios es decisivo en una vida humana.

Durante mi estancia con mis hermanos, que viven en Corea, fuimos a un monasterio budista. Recibimos allí una acogida muy fraternal. Sentí una gran admiración por esos monjes budistas que buscan con coraje ser consecuentes con sus creencias. Hacen un esfuerzo enorme para salir de sí mismos y abrirse a una realidad más grande que ellos, al absoluto. Han desarrollado una profunda sabiduría, una búsqueda de la misericordia que compartimos con ellos.

Pero ¿cómo pueden hacerlo, me preguntaba, sin creer en un Dios que los ama personalmente? Su compromiso implica una soledad extrema. Nosotros, como cristianos, creemos que el Espíritu Santo nos habita, Cristo nos ha enseñado a dirigirnos a Dios diciéndole: “Tú”. Es un paso enorme, inimaginable para una gran parte de la humanidad.

Volví de allí con un nuevo asombro por la revelación traída por Cristo y me dije: ¿no es urgente, para nosotros los cristianos, tener más confianza en la presencia del Espíritu Santo y mostrar con nuestra vida que está actuando en el mundo?

Comencemos por profundizar el misterio de comunión que nos une. Cuando juntos nos volvemos hacia Cristo, en una oración común, el Espíritu Santo nos reúne en esta única comunión que es la Iglesia y nos concede nacer a una vida nueva.

El don del Espíritu Santo está unido al perdón. Cristo resucitado dice a los suyos: “Recibid el Espíritu Santo. A quienes perdonéis los pecados, les serán perdonados” (Juan 20,22-23). La Iglesia es ante todo una comunión de perdón. Cuando comprendemos que Dios nos da su perdón, nos volvemos capaces de darlo también a los demás. Por supuesto, nuestras comunidades, nuestras parroquias están siempre desprovistas y lejos de aquello que soñamos de ellas. Pero el Espíritu Santo está continuamente presente en la Iglesia y nos hace avanzar en el camino del perdón.

Si Cristo nos envía a proclamar la Buena Nueva al mundo entero, él nos pide también discernir los signos de su presencia allí donde él nos precede. Los primeros cristianos se quedaron sorprendidos al descubrir la presencia del Espíritu allí donde no lo esperaban (ver Hechos 10). Jesús mismo se conmovió por la confianza tenaz de una madre griega (Marcos 7,24-30) y por la fe de un soldado romano (Lucas 7,1-10) ¿Somos capaces de sorprendernos reconociendo las expectativas espirituales de nuestros contemporáneos?

Cuando un día fui a visitar a mis hermanos que viven en Dakar, Senegal, quedé impresionado al ver la amistad que se ha creado en el barrio entre ellos y algunos musulmanes. Cuando me iba a ir, llegó un hombre mayor, musulmán, muy bien vestido. Al principio lo confundí con un dignatario, pero era el abuelo de una familia vecina que quería decirme lo felices que les hacía que los hermanos estuvieran allí. Le respondí: “La alegría de los hermanos es más grande que la vuestra”. Me contestó firmemente: “No, es nuestra alegría la que es mayor”.

Dejemos crecer en nuestras vidas los frutos del Espíritu: “Amor, alegría, paz, paciencia, benignidad, bondad, confianza en los otros, dulzura, dominio de sí” (Calatas 5,22-23). El Espíritu nos encamina hacia los otros y, sobre todo, a los más abandonados. En una solidaridad concreta con los más desfavorecidos, la luz del Espíritu Santo puede inundar nuestra vida.

Sí, el Espíritu Santo está actuando hoy. Él renueva sin cesar el amor de Dios en nuestro corazón. Dichoso quien no se abandona al miedo, sino a la inspiración del Espíritu Santo. Él es también el agua viva, el Espíritu de paz que puede vivificar nuestro corazón y comunicarse, a través de nosotros, al mundo entero”.

(Atreverse a creer, Editorial Perpetuo Socorro, págs.79-83)

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Antonio LÓPEZ BAEZA, La reforma que hoy necesita la Iglesia

Cuatro interrogantes como marco de toda esta conferencia:

1) ¿Necesita la Iglesia mantener la predicación de un cielo como premio y un infierno como castigo para el comportamiento humano?

2) ¿Necesita la Iglesia del Estado del Vaticano, para poder ejercer su misión evangelizadora en el mundo?

3) ¿Necesita la Iglesia de una Jerarquía que se define y practica como el ejercicio de poder sobre el Pueblo de Dios?

4) ¿Necesita la Iglesia de un enquiridión de definiciones dogmáticas para defender (y, sobre todo, extender) la fe en el Dios de Jesús de Nazaret?

Pocos temas podemos encontrar de tanta actualidad en estos comienzos del siglo XXI, como el de la Iglesia y su relación con el mundo Postmoderno. ¿Necesita el mundo de hoy de la Iglesia, para algo que le sea imprescindible, en la superación de los gravísimos problemas que hoy aquejan a la humanidad? ¿Qué es lo que realmente puede aportar la Iglesia para el bien general del mundo globalizado y digital que vivimos actualmente? ¿Será verdad que aquello que dijo un obispo francés en la década de los noventa del pasado siglo, contenga la clave del tema que vamos a tratar, cuando afirmó categóricamente: Una Iglesia que no sirve, no sirve para nada?

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Noticias y comunicaciones Nº 178

Queridos hermanos y hermanas: Paz y Alegría!!!

Hoy os presento una recensión del libro De tu hermano musulmán, publicada en la revista Vida Nueva nº 372, y una carta ficticia de Carlos de Foucauld al autor del libro, Dídac P. Lagarriga, leida el día 28 de febrero en la Librería Claret de Barcelona, en un coloquio a propósito del mismo.

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Leonardo BOFF: “Esperando a Godot”, en Koinonía

Conocí a un hombre que hizo de todo en la vida. Dicen que había sido ateo y marxista, que llegó a ser mercenario de la Legión Extranjera francesa y que disparó contra mucha gente.

Y de pronto se convirtió. Se hizo monje sin salir del mundo. Entró a trabajar como estibador, pero todo el tiempo libre lo dedicaba a la oración y a la meditación. Durante el día recitaba mantras: “Jesús, ayúdame”, “Jesús, perdona mis pecados”, “Jesús santifícame”, “Jesús, hazme amigo de los pobres”, “Jesús, hazme pobre con los pobres”.

Curiosamente, tenía un estilo de rezar propio. Pensaba: si Dios se hizo persona en Jesús, entonces fue como nosotros: hizo pipí, lloriqueaba pidiendo el pecho, hacía pucheros cuando le molestaba algo, como el pañal mojado.

Al principio habría querido más a María, luego más a José, cosas que explican los psicólogos. Y fue creciendo como nuestros niños, jugando con las hormigas, corriendo tras los perros, tirando piedras a los burros y, bribón, levantando los vestiditos de las niñas para verlas furiosas, como imaginó irreverentemente Fernando Pessoa.

Rezaba a María, la madre del Niño, imaginando cómo ella acunaba a Jesús, cómo lavaba los pañales en el tanque, cómo cocinaba la papilla para el Niño y las comidas sustanciosas para su esposo, el buen José. Y se alegraba interiormente con tales cavilaciones porque las sentía y vivía como conmoción del corazón. Y lloraba con frecuencia de alegría espiritual.

Al hacerse monje se decidió por aquellos que hacen del mundo su celda y viven radicalmente la pobreza junto con los pobres: los Hermanitos de Foucauld. Creó una pequeña comunidad en la peor favela de la ciudad. Tenía pocos discípulos. La vida era muy dura: trabajar con los pobres y meditar. Eran sólo tres que acabaron marchándose. Esa vida, así de exigente, no era para ellos.

Vivió en varios países, amenazado siempre de muerte por los regímenes militares; tenía que esconderse y huir a otro país. Ahí, tiempo después, le ocurría lo mismo. Pero él se sentía en la palma de la mano de Dios. Por eso vivía despreocupado.

Se incomodaba con la Iglesia institucional, esa de un cristianismo apenas devocional y sin compromiso con la justicia de los pobres, pero finalmente consiguió colaborar con una parroquia que hacía trabajo popular. Trabajaba con los sin-tierra, con los sin-techo y con un grupo de mujeres. Acogía a las prostitutas que venían a llorarle sus penas. Y salían consoladas.

Valeroso, organizaba manifestaciones públicas frente a la alcaldía y animaba a las ocupaciones de terrenos baldíos. Y cuando los sin-tierra y los sin-techo conseguían establecerse, hacía bellas celebraciones ecuménicas con muchos símbolos, las llamadas “místicas”.

Todos los días, después de la misa de la tarde, se retiraba durante largo tiempo en la iglesia oscura. Sólo la lamparilla lanzaba destellos titubeantes de luz, transformando las estatuas muertas en fantasmas vivos y las columnas erguidas, en extrañas brujas. Y allí se quedaba, impasible, fijos los ojos en el tabernáculo, hasta que llegaba el sacristán a cerrar la iglesia.

Un día fui a buscarlo a la iglesia. Le pregunté de golpe: “Hermanito, (no voy a revelar su nombre porque lo entristecería), ¿sientes a Dios cuando después del trabajo te metes a meditar aquí en la iglesia? ¿Te dice algo?”

Con toda tranquilidad, como quien despierta de un sueño profundo, me miró de medio lado y me dijo:

“No siento nada. Hace mucho tiempo que no escucho la voz del Amigo (así llamaba a Dios). La sentí un día. Era fascinante. Llenaba mis días de música. Hoy no escucho nada. Tal vez el Amigo no volverá a hablarme nunca más”.

Le respondí: “¿entonces por qué sigues ahí en la oscuridad sagrada de la iglesia?”

“Sigo -contestó- porque quiero estar disponible. Si el Amigo quisiera venir, salir de su silencio y hablar, yo estoy aquí para escuchar. ¿Te imaginas si Él me quisiera hablar y yo no estuviera aquí? Pues, en cada ocasión, viene sólo una vez… ¿Qué sería de mí, infiel amigo del Amigo?”

Sí, él continúa siempre “esperando a Godot”. “Y no se mueve”, como en la obra de Samuel Beckett.

Lo dejé en su plena disponibilidad. Salí maravillado y meditando. Gracias a estas personas el mundo está a salvo y Dios continúa manteniendo su misericordia sobre los que le olvidan o le consideran muerto, según dijo un filósofo que se volvió loco. Pero existen los que vigilan y esperan, contra toda esperanza esperan a Godot. Y esta espera hará que cada día todo sea nuevo y lleno de jovialidad.

Un día el sacristán lo encontró inclinado sobre el banco de la iglesia. Pensó que dormía, pero notó que el cuerpo estaba frio y rígido.

Como el Amigo no venía, él fue a encontrarlo. Ahora ya no necesita esperar la llegada de Godot. Estará con el Amigo, celebrando una amistad, en el mayor goce imaginable, por los tiempos sin fin.

Página de Leonardo en Koinonía.

PDF: Leonardo BOFF. Koinonía. Esperando a Godot

Boletín ecuménico Horeb, mayo 2017

ÍNDICE

  • Editorial.
  • Experiencia de diálogo intra-religioso, por Ana María Schlüter.
  • José, el esposo de María, por Tomeu Sans.
  • Jesús, el séptimo “marido” de la samaritana, por Oswaldo Curuchich.
  • Las Hermanitas de Jesús de Case Bianche, por Antº. Sanfrancesco.
  • Nada es lo que parece, TTS y Dios, por Lourdes Ros.
  • Claustro femenino, por Mari Carmen Ramírez.
  • María, mujer de hoy, por Yolanda Gomila.
  • Un libro: “No se cómo amarte, cartas de María Magdalena a Jesús de Nazaret”, de Pedro Miguel Lamet, por Jose Luís Vázquez B.
  • Agua: Justicia y sostenibilidad desde las Iglesias, Andrea Müller.
  • Caldeos, ortodoxos y católicos unidos en Irak, por Daniele Piccini.
  • Viaje del Papa a Egipto, por Renato Martínez.
  • La Iglesia Católica cede un Templo a la Iglesia Anglicana en Zaragoza.
  • Un protestante al servicio del Papa, Alver Metalli.
  • Mensaje del Consejo Pontificio por la fiesta de Vesakh / Hanamatsuri.
  • Asamblea en Aquisgrán de responsables fraternidades C. de Foucauld.
  • Avance entrevista al Padre Alejandro Solalinde, candidato al Nobel de la Paz.
  • Aviso suscripción y recepción del boletín.