Carlos de Foucauld deseaba que se leyeran a menudo las vidas de los santos y hombres de Dios. Estas vidas, decía, son «una especie de comentario al evangelio».
Para el hermano Carlos, el evangelio no se comenta por medio de notas, sino de hechos. Y este sentimiento era tan vivo que vino a ser el elemento esencial de su vocación sobre la tierra. Jamás, de la Trapa a Tamanrasset, se sintió el hermano Carlos llamado a una vocación de predicación por la palabra, sino a una predicación por las obras. No le basta hablar el evangelio. Quiere gritarlo. Ahora bien, sólo la entrega de toda una vida y cierta manera extrema de poner en práctica el evangelio puede tener la amplitud de un grito. El hermano Carlos está constantemente acuciado por el deseo de conformar su vida a la de Jesús por la más estricta imitación posible. Lo que por encima de todo y a cada momento le importa es hacer exactamente lo que Jesús quiere de él.
Y este grito de la vida es el que hemos oído* todos, cuando hemos descubierto esta alma generosa enamorada de Jesús como del único absoluto. Él nos ha puesto frente a las mediocridades, enseñándonos con qué seriedad hay que tomar las exigencias del absoluto. «¿Por qué me llamáis Señor, Señor, y no hacéis lo que digo ?» 2. «No todo el que diga Señor, Señor, entrará en el reino de los cielos, sino el que haga la voluntad de mi Padre celestial»
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